El juego de las bestias, conocido así por mi madre, era una actividad que realizábamos una vez al mes durante casi un año. Empecé a participar cuando tenía 8 años.
Para jugar, mi padre movía la mesa de la cocina y mi madre retiraba la alfombra que había debajo. Así aparecía lo que llamábamos el cuarto invisible, tal como lo describía mi tía. Bajábamos por las escaleras y nos sentábamos en el suelo, con la poca luz que se filtraba entre los tablones de la cocina.
Cuando estábamos todos listos en el cuarto invisible, el amigo de mi padre cerraba la puerta y reemplazaba la alfombra y la mesa. Mientras esperábamos la llegada de las bestias, mi madre repasaba las reglas del juego conmigo: nadie podía salir, hacer ruido o hablar.
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Las bestias llegaban de manera abrupta, aunque yo nunca las vi. Mi madre solía describirlas como altas, con orejas grandes para escuchar y pies anchos que bloqueaban la luz del cuarto invisible. A pesar de sus supuestos poderes de lanzar rayos, siempre lográbamos vencerlas.
En una ocasión, una de mis primas comenzó a llorar cuando las bestias estaban por retirarse. Mi tía rápidamente le tapó la boca, mientras que mis padres parecían petrificados. De repente, se escuchó abrir y cerrar la puerta de la casa.
Más tarde, al despertar, descubrí que mi familia había perdido esa noche contra las bestias, a excepción de mi prima. Al final, al calmarla, me di cuenta de que en realidad, el verdadero ganador fui yo.
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Basado en el relato de Esteban Pamboukdjian, sobreviviente del Genocidio Armenio.
Agustín Tokatlian

